Medicina (Mar 2005)

400 Años de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” Miguel de Cervantes Saavedra.

  • Juan Mendoza-Vega

Journal volume & issue
Vol. 27, no. 1
pp. 44 – 59

Abstract

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Enfermedad, salud y Médicos en El Quijote. Se atribuye a Thomas Sydenham, el célebre médico inglés del Siglo XVII (nació en Winford Eagle, Dorset, en 1624 y murió en Londres, 1689) la recomendación de leer El Quijote para quien quisiera un libro en el cual pudiera aprender sobre Medicina. Una frase casi idéntica ponen Rita Monaldi y Francesco Sordi, en su novela “Imprimatur”, en boca del personaje Bedford, un inglés discípulo de Locke y de Sydenham, quien tras un par de observaciones relativas a la córnea seca como signo de fiebre y al tratamiento de las tercianas y del “histerismo”, pide que digan al médico sienés Cristofano, con quien ha discutido: “Para aprender el arte de la medicina, que lea El Quijote mejor que a Galeno o a Paracelso”. ¿Es posible, en este cuarto centenario de la inigualable obra de don Miguel de Cervantes y Saavedra, encontrar explicación o argumentos para afirmaciones de esa clase? ¿Qué puede verse en esas páginas venerables, sobre las enfermedades, la Medicina y los médicos de Europa, o al menos de España, en la época de su composición y aparición? Para responder siquiera de modo parcial a estos dos interrogantes, como intentaré hacerlo en las páginas siguientes, por honrosa designación de la Academia Colombiana de la Lengua y de su Director, don Jaime Posada, fue necesaria en primer término una nueva lectura de la inmortal obra, lápiz y libreta de notas en mano, con ojos y entendimiento de médico pero también con la información recabada en algunas fuentes que permitieran establecer la imagen del gran escenario que sirve de local y ambiente a las famosas aventuras. ESPAÑA EN TIEMPOS DEL QUIJOTE Cuando se gesta “El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, reina sobre “las Españas” don Felipe II (1527-1598) que sucedió a su padre el poderoso Carlos V de Alemania y I de España cuando éste decidió en 1556 encerrarse para siempre en el monasterio que los frailes jerónimos tenían en Yuste, en la provincia de Cáceres; quizá influido por el desencanto del Emperador, Felipe se empeña en imponer en su corte la rígida y casi fúnebre severidad del traje que contrasta mucho con el derroche y boato de otros entornos reales europeos, además de fortalecer en la Península y en las extensas posesiones de ultramar el respeto por la fe católica romana, que para el efecto cuenta con instituciones tan poderosas como el Tribunal de la Santa Inquisición y el brazo armado de la Santa Hermandad. Cuando la muerte se lleva al monarca, en 1598, lo sucede su hijo Felipe III (1578-1621), varón piadoso e inteligente pero de escasa habilidad política, cuya equivocada gestión inicia la decadencia española y permite sucesivos despoblamientos de villas y ciudades, algunas de las cuales llegan a perder más del sesenta por ciento de sus habitantes en el lapso de veinte años. Conquistadora de un verdadero Nuevo Mundo, al principio de este período España goza de riquezas no imaginadas y ha comenzado a vivir su “Edad de Oro”, que durará hasta la mitad del Siglo XVII y le permitirá tener una posición de visible influencia sobre Europa en lo militar y político –recuérdense las victorias del Duque de Alba en Flandes, la de don Juan de Austria en Lepanto que detuvo el avasallador poderío musulmán- pero también en el arte, con pintores de la talla de Doménico Theotocópulos “El Greco” y Diego de Silva y Velásquez, y en la literatura con Lope de Vega, Pedro Calderón de la Barca y el propio Miguel de Cervantes, para citar solamente a tres de las luminarias. De las tierras recién descubiertas y en trance de conquista, no sólo llegan metales y piedras preciosas sino abundantes novedades que pronto contribuyen a cambios fundamentales en la vida europea, empezando por las recetas médicas y las costumbres alimentarias. El tomate, la papa o patata, el maíz, el chocolate, los diversos y picantes chiles, entran temprano y sin dificultad a las mesas y cocinas, al tiempo que sus diversos preparados autóctonos ganan el paladar de conquistadores y colonizadores desde más arriba de Yucatán hasta el Río de la Plata. El guayaco o palo-santo, el bálsamo de Tolú, pero sobre todo la quina o cinchona, ofrecen cualidades tan apreciables para enfrentar enfermedades milenarias como la malaria, que su búsqueda y comercio es uno de los renglones más activos entre la Madre Patria y sus posesiones. Pero de esa luz, pocos reflejos llegan al pueblo raso español, al campesino que arranca un difícil pasar a surcos cultivados con los mismos métodos y herramientas del medioevo, al hidalgo de pueblo en cuya olla hay de costumbre “mucho más vaca que carnero” y sin embargo, de acuerdo con la organización social tradicional, mantiene con cuidado su ocio que estima ennoblecedor y cultiva un orgullo y un concepto del honor que pueden llevarlo hasta los mayores sacrificios. Porque en esta nación que expulsó de su territorio no mucho tiempo atrás a moros y judíos con la simple razón de que sus creencias amenazaban “la verdadera fe”, lo que más se valora es la pureza de sangre y la condición de “cristiano viejo”, probadas ambas cada vez que se ofrece mediante expedientes largos y complicados, pero al alcance tanto del rico noble cortesano dueño de título y hacienda suficiente, como de cualquiera otro hidalgo, hijodalgo, hijo de algo sin mas ingresos que los pocos maravedíes que puede cobrar precisamente por su condición y mientras no caiga en la tentación de usar sus manos para trabajar...

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