Medicina (Oct 2003)
Homenaje: Hernando Groot Liévano, Académico y Maestro
Abstract
<p>Juan Mendoza Vega, Presidente de la Academia, me ha pedido que haga una remembranza de Hernando Groot en sus años como profesor universitario.</p><p>Le digo Hernando pues nos une una amistad de más de 30 años, cuando luchábamos, él como investigador y profesor ya reconocido nacional e internacionalmente y yo como investigador principiante, para que el Gobierno creara a COLCIENCIAS. Inaugurada la entidad, en 1969, un año después de haber ingresado yo a la Academia Nacional de Medicina, fuimos nombrados miembros del primer Consejo Asesor de Investigaciones y allí me pidió que lo tratara, nó como “profesor” o “doctor Groot” sino que nos llamáramos simplemente por nuestro primer nombre; así, procedí a llamarlo Hernando, pese al respeto y la admiración que le profesaba desde que fui su alumno.</p><p>De ahí siguió una colaboración estrecha que se prolongó después durante los 11 años en que yo dirigí dicha entidad y desde donde pude seguir su trayectoria fulgurante, primero como investigador de la OPS-OMS y luego como Rector de la Universidad de los Andes, como Presidente cuatrienal de esta Academia y Secretario Perpetuo de la misma. Pero de esas luminosas partes de su carrera ya se ocuparán otros en sus notas biográficas.</p><p>Hernando Groot se incorporó a la naciente Facultad de Medicina de la Universidad Javeriana hacia mediados de la década de los cuarentas siguiendo ese llamado que el Padre Félix Restrepo y su Consejo de fundadores hiciera a lo más granado de la juventud médica colombiana para ocupar allí diversas cátedras.</p><p>Indudablemente, fuera de sus relaciones personales o institucionales con muchos de los profesores ya vinculados o en vía de vincularse, creo que mediaría también la curiosidad por participar en el experimento de una nueva educación médica, de carácter privado, que desafiaba, por así decirlo, la todopoderosa y predominante Universidad Nacional, establecida setenta años atrás. A sus 30 de edad, no sólo era Hernando ya un parasitólogo y especialista en endemias tropicales ampliamente reconocido, sino que había sido alumno, amigo y colaborador de dos de las figuras más importantes de nuestra medicina tropical en la primera mitad del siglo XX: Luis Patiño Camargo y César Uribe Piedrahita.</p><p>A aquél lo había acompañado a detectar e identificar el germen de la verruga peruana en las hondonadas del Guáitara, en Nariño; y a éste lo había acompañado y seguido por los Llanos orientales y por gran parte del territorio colombiano en búsqueda de los elusivos brotes de fiebre amarilla, de malaria o de tripanosomiasis, con un grupo que ya para esa época había sentado sus reales en el antiguo Laboratorio Carrión del viejo Hospital de la Hortúa y en la estación experimental de Villavicencio, que con los años pasaría a llamarse el Laboratorio Roberto Franco. En esas labores lo acompañarían sus amigos Santiago Rengifo, Carlos Sanmartín, Ernesto Osorno Mesa y Augusto Gast Galvis, para mencionar apenas los más cercanos. Varios de ellos habían creído describir una nueva cepa de Tripanosoma llanero, el llamado por ellos T. Ariari, en esos momentos motivo de fuerte discusión en los círculos pasasitológicos; y con Sanmartín acababan de estudiar la encefalitis equina en el Tolima y la fiebre amarilla en las vecindades de San Vicente de Cuchurí, en Santander.</p><p>Uribe Piedrahita había también, desde finales de los años treintas, acercado a ese grupo de jóvenes a la creación y puesta en marcha de su laboratorio CUP, encaminado a producir medicamentos de fácil acceso a las clases más necesitadas, dirigidos preferentemente a tratar las dolencias de nuestros trópicos, pero que era ante todo un gran centro de investigación, un tanque de pensamientos o “think-tank”, como se dice hoy día, en torno a esas “grandes olvidadas del mundo”, como llamaría la Fundación Rockefeller a las enfermedades tropicales. Gracias a ellos se iniciaba también, anexo al Laboratorio Samper Martínez, el Instituto Carlos Finlay de investigación en esas materias, principalmente fiebre amarilla e infecciones virales.</p><p>La Facultad de Medicina de la Javeriana apenas se estaba medio organizando en el vetusto claustro de San Ignacio, después de una diáspora inicial que había incluído clases dictadas en garages y casas de alquiler de la vecindad. Y se estaban dando pasos acelerados en la construcción del anfiteatro de anatomía de la calle 24-Sur (hoy Barrio Restrepo), desde donde se visualizaban los amplios terrenos vacíos que circundaban la ya iniciada obra del Hospital Antituberculoso de San Carlos. Para 1948, año en que yo inicié mis estudios de medicina, ya se había concluido la formidable estructura en concreto del futuro Hospital San Ignacio de la calle 40, que continuaría así por más de una década.</p><p>En cuanto al claustro de San Ignacio, oigamos la descripción que hice del mismo en la nota necrológica que escribí sobre mi amigo Jorge Guzmán Toledo (“Boliche”) y que fue publicada en 1997 en la revista “Estetoscopio”: “La Facultad de Medicina de la Javeriana tenia como sede el viejo caserón anexo a la iglesia de San Ignacio y el Colegio de San Bartolomé, en la esquina sur-oriental de la plaza de Bolívar, frente al Capitolio Nacional. Ese caserón ya fue demolido hace muchos años y dio lugar a una elegante plazoleta que complementa la muy linda de palmeras centenarias, situada frente a la iglesia y enmarcada por la casa donde imprimió Nariño los Derechos del Hombre. Justamente por ese ‘apiñuscamiento’ de los alumnos de los tres primeros años en el viejo edificio –los de los tres últimos ya se diseminaban por varios hospitales de Bogotá- la estratificación entre un curso y otro no era muy estricta y todos compartíamos el espacio en un primitivo ‘café’ del primer piso, junto al patio colonial, o en la pequeña tienda donde Candelaria, una antigua y venerable servidora, nos vendía sus golosinas..</p>