Medicina (Jun 2007)

El “Consentimiento Informado”.

  • Zoilo Cuéllar-Montoya

Journal volume & issue
Vol. 29, no. 2
pp. 81 – 89

Abstract

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El paternalismo y su principio moral, la beneficencia paternalista fue, durante milenios, el sustento de la relación médico-paciente. Propendía, en forma absolutamente bienintencionada, por el mayor bien que se pudiera conseguir por el paciente, tal como el médico lo entiende, como profesional calificado que es. Dicho principio moral era el que gobernaba la ética de los médicos hipocráticos, la cual heredamos, en forma directa, todos los discípulos del maestro de Cos: fue uno de nuestro principios fundamentales hasta hace tan sólo unos pocos lustros, y configuró para el médico, a lo largo de los siglos, la concepción de su excelencia moral. Con la continuidad, a través de los milenios, de este comportamiento, el médico hipocrático se ciñó, estrictamente, al horizonte de la ética griega, ajustándose así al orden natural: el reestablecer en el enfermo ese orden natural –la salud-, perdida o alterada por la enfermedad. Para que el médico pudiera cumplir con su misión, el paciente debería colaborar con él en todo y todo aquello que dificultara su tarea, como podría ser la excesiva información, por obligación ético-técnica debía evitarse en forma sistemática. Sólo era justificable cierto grado de información, o la solicitud de consentimiento, en aquellos casos en que fuera indispensable para garantizar la colaboración del paciente y la eficacia del tratamiento como, por ejemplo, en casos de cirugía. El médico era el único que conocía el “arte” y sólo él tenía los medios para reestablecer la salud: el enfermo sólo estaba obligado a obedecer a su médico1. Todos los médicos y escritores de la ciencia médica de la era Cristiana, en el curso de sus dos milenios de existencia, se limitaron a transmitir dicha mentalidad, patrón de conducta que siguieron, al pie de la letra, las enfermeras, como queda claro en los escritos de Florence Nightingale1,2: hablaremos en este aspecto de un “maternalismo”, que ejerce su acción a la manera clásica de la esposa en el concepto patriarcal, “sumisa al marido, por un lado, y cariñosa con sus hijos, por el otro” . A medida que los occidentales ganaron, poco a poco, el reconocimiento de su “ciudadanía”, concepto que implica que a los individuos que componen la sociedad ésta les reconoce sus derechos y, dentro de ellos, la potestad para decidir, por si mismos, libremente, quien y como ha de gobernarlos y la de escoger el tipo de sociedad que desean, se fueron liberando de la concepción paternalista en sus relaciones sociopolíticas y avanzaron, paulatinamente, hacia una concepción democrática, basada en un consentimiento libre e informado de los ciudadanos. El principio ético había entonces evolucionado hasta convertirse en el de “autonomía” , sobre la cual aclara Diego Gracia que se trata de un término introducido por Emmanuel Kant, al que se le había dado un sentido puramente político: “la capacidad de darse uno a si mismo las leyes”, lo cual representaba el carácter auto-legislador del ser humano pero, en la ética kantiana, el término tiene un sentido formal, en el cual las normas morales le vienen impuestas al ser humano por su propia razón y no por instancias externas a él3,4. En bioética – agrega Gracia – el término se identifica con la capacidad que tiene el ser humano de tomar decisiones por sí mismo y la de gestionar el propio cuerpo, incluyendo su vida y su muerte3. La “autonomía”, entonces, afirma la potestad moral del ser humano para decidir libremente cómo gobernar su propia vida, mientras no interfiera en el proyecto vital de sus semejantes1.Stuart Mill, citado por Simón y Júdez dice, sobre el “principio de autonomía”, que “Ningún hombre puede, en buena lid, ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, bien sea porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le haya de hacer más dichoso o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. … Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano” 1,5. Dicha concepción paternalista de la relación médico-paciente, herencia de los hipocráticos, se transformó, poco a poco, radicalmente y, en este caso en los Estados Unidos por la vía judicial, en lo que hoy conocemos como el principio de autonomía, representado en lo que es el tema central de esta nota, el “consentimiento informado”, correlación jurídica de dicho principio. De tal manera que en el caso Scholoendorff versus Society of New York7, y en la conclusión a la que llegó en éste el Juez Cardozo, en 1914, se haya el enunciado básico, jurídico, que fija y define históricamente, y para siempre, el derecho de autonomía del individuo: “Todo ser humano de edad adulta y juicio sano tiene derecho a determinar lo que debe hacerse con su propio cuerpo, y un cirujano que realiza una intervención sin el consentimiento de su paciente, comete una agresión por la que se le pueden reclamar legalmente daños”6,7. El “Código de Nüremberg”, aparecido tras el desastre de la II Guerra Mundial, se convirtió en el primer intento de introducir el concepto del “consentimiento Informado” en la investigación; la sumatoria que representa la transformación tecnológica que se iniciara en la década de 1950, los movimientos de reivindicación de los derechos civiles –y de los pacientes-, que hicieron eclosión en la década de 1960 y la aparición de la bioética en la década de 1970, se constituyó en la fuerza de presión en virtud de la cual los profesionales de la medicina llegaron a la conclusión de que el modelo paternalista era insostenible en el ámbito de la relación médico-paciente6,8. En los albores del siglo XXI, la salud se ha convertido en materia de interés para la población general y los medios de comunicación dan amplia cobertura a las nuevas técnicas y procedimientos diagnósticos, quirúrgicos y terapéuticos, con publicitados partes de victoria sobre la enfermedad, pero la distancia existente entre lo esperado por el paciente y los resultadosobtenidos, se constituye en una importantísima fuente de frustraciones, resentimientos y reclamaciones y se atribuye entonces la responsabilidad del fracaso del tratamiento, en especial del quirúrgico, al médico: se ha fraguado un sentir generalizado de un cierto derecho a un resultado exitoso, en cualquier tratamiento, desconociéndose las limitaciones que para éste plantean las condiciones individuales de cada caso9 y se tiende a desconocer que en la medicina la responsabilidad es de medios y no de resultados. La aparición consecuente de una denominada “medicina defensiva”, además de la multiplicación de las órdenes de exámenes paraclínicos, se vio invadida, en la práctica profesional de la medicina, por multitud de documentos y formularios cuyo móvil principal era la protección de los profesionales o de las instituciones prestadoras de servicios de salud, sin tener en cuenta, para nada, los objetivos atribuidos al “consentimiento informado” por la bioética y el derecho10. Que quede muy en claro que mi interés fundamental con esta nota es el de dejar fuera de toda duda, en la conciencia de los profesionales de la salud, y gravarlo en ella con carácter de impronta indeleble, que la principal razón de ser del “consentimiento informado” es el rescate, la concientización y la exacta valoración, por el paciente y sus familiares o acudientes, del inalienable derecho que tienen, en su condición de personas, al ejercicio de su autonomía, así como la impostergable recuperación de una sana, cordial y fiable relación médico-paciente...

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